Las idas a comer comenzaron como
algo normal, cada vez platicábamos más sobre nuestros planes a futuro, nuestros
deseos, bueno, para ser realistas más bien tú hablabas yo me sentía
extrañamente atraída e interesada en todo aquello que saliera de tus bellos
labios, me conformaba con escuchar y pensar en que todo lo que decías era
interesante. No sé cómo me convertí en esa persona.
Poco a poco, como la rana a la
que meten en agua que ponen a calentar, fui cambiando, intentaba salir
corriendo de la oficina a la hora del trabajo, no quería hacerte esperar, no
porque me dijeras algo, simplemente comencé a sentirme mal de hacerte perder
aunque sea solo un minuto de tu tan
valioso tiempo.
Siempre nos sentábamos en la
misma mesa, aquella que fue testigo de la primera vez en la que se cruzaron nuestras
miradas, en la que pude pensar el “… comieron perdices” por primera vez. En
broma me decías cada día que no querías que volviera a cruzar mi mirada con
alguien más en ese lugar, que te daba miedo perderme… justamente por eso,
cuando como todo un caballero retirabas mi silla para que me sentara, lo hacías
asegurándote de que solo te viera a ti y a la pared. ¿Crees que nunca me di
cuenta?, sí lo notaba, siempre lo noté, solo que no me parecía importante en
ese momento.
La primera gran alarma la recibí
un San Valentín, apenas unos meses después de ser novios, durante la comida me
obsequiaste unas rosas y con ellas una manzana cubierta en la que leí “Te
necesito”, de entrada esta frase que a muchos les parecería cursi por supuesto
me encantó, al girarla un poco vi que tenía otra etiqueta “Eres mía”, se leía
en esta última. Algo pasó en mi cerebro, una especie de descarga, sin embargo,
no pude más que sonreír.
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